NO
TENÍA PINTA DE FUTBOLISTA
No tenía estampa de futbolista,
sino más bien de gerente ejecutivo, lo que en verdad era en su otra vida, es
decir, en la que transcurría fuera de la cancha. No disponía, ni mucho menos,
del diseño corporal que, según algunos científicos, caracterizaba a Pelé como
jugador, el cual era perfecto para correr, cabecear, driblar, amagar y chutar
como se debe. Si yo le cuento a Usted
que él, en cambio, era más bien
larguirucho, que corría muy lento, como si le dolieran las piernas y se fuera a
caer, quizá por culpa de los pies planos, que durante los noventa minutos
circulaba apenas por un pedacito del engramado, que no iba bien por alto cuando
cabeceaba en al área y que si chutaba, el balón salía como chorrito, si le digo
todo esto, ¿ me creería que fue un magnifico jugador ?. Pues le aseguro que sí.
Yo, que me precio de haber visto
mucho futbol venezolano a lo largo de unos cuantos años, pocas veces vi a
alguien tan inteligente sobre el campo, siempre sabiendo lo que había que hacer
y lanzando el balón a su mejor destino posible. Inteligente, digo, y también
muy hábil, dueño de una gambeta tal vez no muy vistosa, pero sí muy efectiva. Y
por si fuera poco tenía bien ganada su fama de goleador.
A juicio de los que más lo vieron
jugar mientras estaba en los mejores momentos de su carrera, fue uno de los
jugadores más sobresalientes de su época, la de los años cincuenta, sesenta y
parte de los setenta, integrante de la selección nacional en diversas
oportunidades y figura imprescindible del Loyola en la primera división del
futbol amateur. Ocupaba el puesto de centro delantero, un 9 atípico si hemos de
mirarlo a la luz del dibujo que los actuales directores técnicos trazan al
momento de definir su alineación.
Falleció la semana pasada, a los
85 años de edad, es decir, prematuramente, como ocurre siempre con la muerte de
los que uno quiere. Cierto que, como señalé, no tenía pinta de futbolista, pero
sí de buena persona y vaya que lo era. Un gentío lo echara de menos. Estas breves líneas son para hacer justicia
recordándolo e, igualmente, dejar constancia de lo mucho que se le admiraba. Se
llamaba Cesar Diaz, y le decían “Macho Flaco” cuando se calzaba los botines y
pisaba la alfombra verde.
Seguramente ya se ganó su puesto
en el equipo de allá arriba, aunque tal vez San Pedro haya dicho, apenas
mirarlo, que ese recién llegado de vaina debía saber lo que era un balón.
cesardiaz
Ignacio Avalos GUTIERREZ
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